El monopolio “bueno”: El caso de los servicios públicos domiciliarios

Por Wilson Castro Manrique, estudiante de la Especialización en Derecho de la Competencia de la Pontificia Universidad Javeriana.

Hace algunas décadas, cualquier paciente sentía que se asomaba al abismo de la muerte cuando el médico le ordenaba practicarse el examen del colesterol. Aguardar el resultado del examen suponía desazón y desesperanza. Un mal resultado solía indicar que el examinado era portador de males implacables, y debía tomar medidas inmediatas para alejar a la muerte que ya pisaba los talones. Este tétrico escenario se mantuvo por años, hasta que la ciencia médica concluyó que no todo el colesterol era malo: había una especie de “colesterol bueno”, del que incluso era deseable tener reservas. Fue así como aprendimos a convivir con ese demonio de nuevo cuño. Acabamos, incluso, cogiéndole cariño.

En protección de la competencia ocurre algo similar con el término “monopolio”. Hay autores que enfocan el derecho de la competencia desde la perspectiva del “antimonopolio”. El monopolio es la encarnación del mal, el enemigo a vencer, la materia indeseable y execrable a cuya extinción han de enfilarse todas las fuerzas de esta vertiente jurídica. No obstante, como ocurre con el colesterol, también hay un monopolio “bueno”: nos referimos al monopolio natural.

En esencia, el monopolio es la concentración en un solo agente de todo el poder de venta o de oferta de un bien o de un servicio. Esa estructura otorga al agente un poder casi omnímodo para fijar condiciones (sobre todo, el precio) que lejos estarían de beneficiar al consumidor y, por ende, a la sociedad. De allí que buena parte del propósito de las normas en el derecho de la competencia repriman este tipo de estructuras, bajo la letanía de “muchos oferentes, muchos compradores”, de donde se deriva el utópico escenario de una competencia perfecta.

Como apuntábamos, la competencia perfecta es una utopía, porque en lo humano no cabe la perfección, y la prueba es la existencia de los monopolios naturales. En términos sencillos, estos monopolios son aquellos que se presentan o tienen lugar cuando es más conveniente que un producto o un servicio sean provistos por un solo agente que por dos o más de ellos. La razón de esa conveniencia suele deberse a que, al menos desde la esfera física y práctica, es casi imposible asegurar la entrada de nuevos agentes en ese renglón del mercado.

Con seguridad que en principio surgen dudas acerca de cómo caracterizar en la realidad estos monopolios, pero basta darse una vuelta por la propia casa para verlo en vivo y en directo: la prestación de los servicios públicos es el mejor ejemplo. Al menos en nuestro país, en cada ciudad el suministro de la energía eléctrica, del gas natural domiciliario y del agua potable son provistos por un solo oferente. No existen dos empresas de acueducto en una misma ciudad, o dos prestadores del servicio de gas natural o de energía eléctrica entre los que se pueda escoger.

No creamos, empero, que sería indeseable que existieran más opciones. Sin embargo, la sola posibilidad de planteárselo revela la imposibilidad de ese propósito: el costo de crear redes paralelas para prestar servicios por parte de nuevos competidores sería inasumible., erigiéndose en la práctica en una barrera de entrada infranqueable. Pensar en crear una nueva red paralela para prestar el servicio de gas en una ciudad obligaría a rediseñar toda su arquitectura, o a modificar todas sus edificaciones y sus vías. Encararíamos, así, otra utopía más.

El monopolio natural es, por ende, una necesidad, o más que ello, un ingrediente del “paisaje” que no podemos eliminar, pero que sí podemos “adornar”. ¿Cómo? Es allí donde entra en juego la regulación como instrumento atemperador del rigor monopolístico.

En materia de servicios públicos, contamos con instrumentos que son implantados por las comisiones de regulación, disciplinadas en el capítulo III de la Ley 142 de 1994. Estas comisiones tienen por fin el de señalar las políticas generales de administración y control de eficiencia de estos servicios, y para el caso de los que hemos mencionado tenemos la Comisión de Regulación de Agua Potable y Saneamiento Básico (CRA) y la Comisión de Regulación de Energía y Gas (CREG). Para lo que nos interesa conviene precisar que estas comisiones cumplen un objetivo primordial: expedir las reglas para la fijación de las tarifas que pueden cobrar los agentes prestadores de dichos servicios. Ese instrumento elimina, por ende, la posibilidad de que el agente monopolístico pueda tergiversar el precio para extraer de allí un beneficio lesivo, en pro de evitar que se presenta esa eventual falla del mercado.

Tales instrumentos están tan caracterizados que, al menos en nuestro país, las operaciones de integración de este tipo de empresas no han sido objetadas ni han sido materia de condicionamientos, bajo el entendido de que ellas no supondrían efectos en la competencia porque el monopolio no nacerá de la integración en sí sino que se trata de una condición propia de esos mercados, que ya vienen disciplinados en materia tarifaria por la regulación, lo que impedirá que la integración suponga efectos concretos en compra del consumidor. Veamos un ejemplo concreto.

La Superintendencia de Industria y Comercio (SIC) conoció de la integración que tuvo lugar entre Codensa, la Distribuidora Eléctrica de Cundinamarca (DECSA) y la Empresa de Energía de Cundinamarca (EEC), que consistió en la fusión por absorción de la primera respecto de las dos últimas. La absorbente es la única abastecedora de energía en el mercado regulado (esto es, en el servicio domiciliario) en la ciudad de Bogotá D.C: y para la época de los hechos lo era también en algunos municipios de Cundinamarca. En los demás municipios de ese departamento lo era la EEC.

La SIC se pronunció sobre la operación en la Resolución 16027 de 2016 (que puede consultarse aquí), y dijo en una de sus conclusiones que “la estructura monopólica y regulada de los mercados de distribución y de comercialización a usuarios regulados, hace que resulte poco probable que de la operación proyectada se deriven restricciones restrictivas de la competencia” y añadió luego que la “posición de CODENSA (…) en los distintos mercados involucrados, es resultado de las condiciones actuales en cada uno de ellos, y no el resultado del perfeccionamiento de la concentración”.

En palabras llanas: la autoridad de competencia estimó que la existencia de un monopolio natural regulado permitía inferir que una operación de estas características no suponía efectos anticompetitivos, ante la existencia de instrumentos regulatorios concebidos para suprimir esas posibles consecuencias anticompetitivas, confirmando así que en el caso de estos monopolios las medidas típicas del derecho de la competencia acaban adscribiéndosele al regulador y no a la autoridad de competencia.

Queda claro, entonces, que el monopolio natural, ese “colesterol bueno” de la competencia económica, puede cumplir una función loable (suele hacerlo), y que no tiene por qué suponer daño en tanto y en cuanto la regulación cumpla su función. Otro cantar serán las críticas a esos instrumentos, pero esa será una labor a la que esperamos entregarnos en una pieza futura.

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