Hace cuatro años escribí una entrada en este blog comentando una situación de mercado en la ciudad de Oxford que me parecía sospechosa (ver entrada acá). En ese entonces había pocas tiendas que ofrecían la toga que debe usarse en los eventos formales y en los exámenes de la Universidad. Todas promocionaban las mismas «ofertas» por el mismo valor (no particularmente económico) sin que fuera evidente qué podía diferenciar una de la otra. He vuelto a Oxford para estudiar -esta vez un doctorado en políticas públicas- y quise averiguar como estaba la cosa. Así que puedo confirmarles que todo sigue muy parecido, las mismas tiendas promoviendo las mismas ofertas. Sin embargo, debo notar que la «oferta para posgrado» bajó 5 libras respecto de la de hace cuatro años mientras que la «oferta para pregrado» mantuvo el precio.
Pero no quiero ponerle más tiza a ese relato y más bien aprovecho para contarles una nueva anécdota de antimonopolios relacionada con Oxford. Esta vez, les contaré una breve historia que tuvo lugar en esta misma ciudad hace varios siglos y que ofrece lecciones sobre sobre cómo una mala regulación puede coartar la innovación.
Cuenta Richard Thames en su libro «A Traveller’s History of Oxford» que en 1668 un viaje en coche desde Oxford a Londres tardaba al menos 36 horas, saliendo a las 4am de Oxford, haciendo una parada para pernoctar en Beaconsfield, y continuando el viaje al día siguiente para llegar a Londres a las 4pm. En 1669 la Universidad concesionó la operación de una ruta que se denominó sugestivamente el «coche volador» y que permitía hacer el viaje en un sólo día en apenas trece horas. Claro, esta velocidad aplicaba en verano y siempre las vías estuvieran en óptimas condiciones.

Seguramente el nuevo servicio del «coche volador» debió haber generado bastante entusiasmo entre los moradores de Oxford pues dos emprendedores locales prontamente empezaron a planear un servicio de coche para competirle. La historia no termina bien. Ante el peligro que representaba la competencia para la ruta concesionada, el Vice-Canciller de la Universidad prohibió a todos los miembros de la institución el uso de los servicios del coche rival, incluso para el envío de cartas y paquetes. Cuenta Richard Thames que como consecuencia de esta decisión tuvo que pasar casi un siglo para que fuera posible arribar a Londres en un sólo día en coche.
¿Les recuerda esta historia del siglo diecisiete algún otro caso contemporáneo? A mi sí, me recuerda el caso de Uber. Claro, también muchas son las diferencias entre los dos casos que pretendo comparar. No voy a entrar acá en mayor análisis del caso Uber, sobre el cual otros ya han escrito muy bien, como Rafael J. Santos cuyo texto «De la destrucción creativa a la parálisis regulativa» recomiendo. Pero espero que a diferencia de lo que ocurrió con el caso del «coche volador», en el futuro no tengamos que esperar un siglo por un servicio de transporte adecuado y digno en las grandes ciudades de América Latina. Particularmente, lo digo respecto de Bogotá, la ciudad en la que nací y he vivido casi toda la vida. De ella extraño muchas personas y detalles, pero no su servicio público de transporte masivo.